martes, 23 de septiembre de 2008

El desahogo

Arnoldo se ha quedado como un pasmao, una espalda de enano marcha en busca de la sombra más próxima que haya quedado libre a sestear todo lo que pueda. El rostro del clérigo se va poniendo de un rosa tirando a malva, y no olvidemos el rictus que exhibe desde el asunto de la multa. Aunque pretende ser una sonrisa, todo el mundo sabe que está a punto de estallar, así que ponen pies en polvorosa. (Los empleados y Abdel piadosamente aconsejados por Horacio con una mirada significativa). El único que espera a verlas venir es Lucrecio. Luce un gesto resignado, pues ya ha pasado que Arnoldo se desahogue intentando darle de mamporros (es un experto púgil). Al fin, después de un rato de silencio espeso, con el careto ya morado, rompe a caminar hacia la marisma...
A la media hora regresa con Lucrecio, que lo ha seguido. Parece otro, como si hubiera hechado un polvo de campeonato de lo relajado que parece, eso si, arañazos, despallejaduras en los puños, barro por aquí y por alli. No sonríe más que levemente y silba una cancioncilla. Lucrecio parece ileso. Cuando mira a su hermano, que pregunta con la mirada, sacude la mano mientras silba admirativo.

-Había una barca en buen estado, la ha terminado de arreglar-sisea por lo bajini. Horacio mira con un nuevo respeto al líder que, parece, se dispone a pegarse la gran siesta después de ordenar al señor Estólido que lo despierte cuando llegue Rotunda.

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