miércoles, 16 de julio de 2008

Habitantes del oasis II

Reposemos un poco en las vaharadas de humo que exhala Porrebrumo: las formas protervas de Lobesna, ocupada con un cliente tardío, de los que tienen mucho palique, son una constante a la que su mirada experta recurre de vez en vez. Un lugar cómodo al que acudir para descansar la vista de manera inconsciente. Otra constante guiada por el hábito son las puertas, ventanas, el pequeño montacargas que comunica con la cocina, hasta las grietas de los ratones son catalogadas por los ojos soñolientos; apreciaciones de la sutil arquitectura primigenia del lugar que es denunciada al observador si se elimina la tabiquería más moderna, como una red dentro de otra red. Detrás de las cortinas de terciopelo rojo, de los tapices de motivos perturbadores, evadida de las luces de colores exóticos, la ojeada recurrente de Porrebrumo constata la organización en forma de celdillas de la posada del desierto. Posibles lugares de fuga o invasión son catalogados frisando el subconsciente, redadas y celadas, toda la salsilla de la vida forma el poso ambiental que intranquiliza al sargento agradáblemente. Quizá es por eso que se encuentra tan a gusto en tales sitios, que adornan sin ocultar nada al hombre dotado de sutiles percepciones, que satisfacen su instinto de supervivencia porque no adormecen sino a los necios, sin ofender la inteligencia de los inteligentes.
Dejemos de ver lo que ve Porrebrumo para seguir las evoluciones de nuestra voluta de humo de tabaco marca “imperio antiguo”, que va a reposar dulcemente en el pecho de la meretriz más veterana del salón de los placeres. Las demás atienden en las habitaciónes a los últimos clientes o duermen. La humana deja ver una capa de vello tornasolado, sepia, en sus hombros, se adivina que en todo su cuerpo, en las muchas zonas de piel que excitan la imaginación del lujurioso, veladas por sedas moradas, malvas, carmesíes… Como una reina del amor, envuelve expertamente en sus redes al Viejo Aventurero, para aflojarle la bolsa, para ver que guarda el día en asuntos de negocios, a la hora de echar el cierre. La guinda, el colofón, la cima, el culmen. Ahí su secreto: en un uso del tiempo, de los días y las horas, conservando energías y recursos hasta el momento en que la fruta está madura, en que el palomo acude al reclamo finalmente, tímido, inmaduro, siempre -en sus manos- inexperto.
Mientras dejamos en manos de Lobesna al viejo aventurero, vemos que han asomado las tres lunas llenas sobre el desierto: rara ocasión. Un sudario de luz hipnótica, lunar por partida triple, fastidia las vistas de las estrellas al astrólogo, ilumina conciliábulos de enamorados, da descanso a los ladrones, enerva a los poetastros, estropea las enboscadas de los bandidos: tiñe el desierto con una luz reveladora e indiscreta que revela una trinidad umbría en las sombras de los cáctus y los postes, una red de sombras triples, redes, redes, no hay más que redes.

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