jueves, 28 de agosto de 2008

JONID

JONID

La verdad es que hacía muchos años ya que se soportaban, pero no podían liberarse el uno del otro.
Arnaldo era el exaltado, el profeta loco tocado por Dios, que rompía los moldes rígidos de las costumbres, las convenciones y la moral. Él provocaba continuamente conflictos y reacciones extremas, que no por espontáneas e ilógicas eran menos aprovechadas por su fina inteligencia en pos de su única meta: comunicar la palabra de Nudor entre los seres pensantes. Él era todo. Hasta el más ligero de sus caprichos, o un pedo que se tirara, tenían, en relación con el amplio contexto de las cosas, significado.
Lucrecio había encontrado, por fin, el sentido de su existencia.
Semiogro.
El engendro monstruoso, el inspirador de todas las reacciones de hostilidad y rechazo imaginables.
Asco, odio, violencia. Su ser, poco a poco, y mucho a mucho, se había reducido a la nada. Toda una vida, todo, todas las grandezas y miserias que caben en una consciencia, atrapadas en una envoltura de “semiogro”.
Lo que sucedió es que la mirada extraviada de Arnoldo no distinguió en Lucrecio un portento, o cosa extraña: era una entre otras que, para él, constituían su cotidiana percepción.
Lucrecio se vió, de un plumazo, libre de la imagen que proyectaban sobre él, del semiogro que veía reflejado en las pupilas ajenas. Arnoldo había realizado el milagro (uno más) y Lucrecio, popeado en un segundo de ser nada a ser persona, dedicó toda su vida a seguir a Arnoldo. Plasta, literalmente, multiplicado por tres, la larva había eclosionado.
Lucrecio no podía perder de vista a Arnoldo sin caer en profunda depresión, cosa que, hasta para el más cuajado viajero, resultaría insoportable. Sin embargo, tener la estatura de un armario (grande) de semiogro pendiente del menor de sus gestos y tembloroso, cual perrillo, ante la expectación de poder cumplir un deseo suyo, había salvado la vida del “Paje de Nudor” muchas veces.
La incomprensión del mensaje de Nudor, sobre todo si era transmitido como sólo Arnoldo Paje sabía hacer, a menudo tenía violentos efectos secundarios que en presencia de Lucrecio tendían a desaparecer...
Arnoldo ignoraba olímpicamente a Lucrecio, o, exasperado, trataba de perderle de vista, con la desgana del que sabe de seguro lo inútil de sus esfuerzos.
Para el resto del grupo constituía un espectáculo bueno para entretener la monotonía de un viaje que discurría en un paisaje desprovisto de grandes referencias.
El viento inclemente moldeaba desde hacía milenios formas y taludes caprichosos sobre el terreno, formado por sucesivos sedimentos fluviales.
Un paisaje grandioso y desolado, aparentemente con poca vida.
El signo seguro de que estaban, no obstante, dentro de la civilización, era la Gran Carretera, una de las maravillas que distinguían a Takitia entre otros pueblos y culturas. Elevada sobre el terreno, nunca quedaba sepultada por las inmensas dunas, ya fuera por mantenimiento o por razón de su excelente construcción.
Primero, vieron nieblas bajas hacia el norte.
Después, el Sol Menor hizo brillar las escarpadas cárcavas que flanqueaban, al norte y al sur, las riberas del Grulla Infinita. El verde de los cañaverales y los arbolillos de río era sorprendente, después del continuo pardogrís. Y la creciente presencia de carros y viajeros avisó a la Nueva Compañía Aventurera del feliz (por desprovisto de incidentes desagradables) término de su viaje: la Ciudad de Jonid.

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