domingo, 3 de agosto de 2008

Habitantes del oasis IV

Mientras en la posada de Davieso se desata un moderado caos, Banuestonio El Plutarca se desayuna. Unas deliciosas uvas de espina en jalea de hormiga, tortas crujientes asadas en manteca amarga de leche de dromedaria, una magnífica ensalada con variadas y carísimas verduras, tan caras porque necesitan de un suministro inmoderado de agua para crecer. Come aburrido en su tienda principal. Mientras se llena los carrillos sucios de grasa y afeites perfumados repasa los acontecimientos del día anterior y planifica el día que nace. Hace ya demasiados años que se ocupa de la seguridad del Oasis. A menudo recuerda de manera recurrente cómo fue nombrado para el cargo, después de tantas y tantas conspiraciones y gastos por parte de sus deudos. Ahora se siente un sucio servidor: encerrado en un callejón sin salida, arrinconado en el polvoriento oasis entre peligros terribles y cansinos formularios.

Ha llegado una banda de gentes con sangre orca y salvoconductos del caudillo Pang Tang de turno. Se divierten extraordinariamente con estas embajadas. Las tribus orcas que se asientan sin ningun tipo orden demasiado cerca de la frontera que nos separa de la Liga Orca del Sur (y que se encuentra al Norte de Takitia, recordad), suelen ir acompañadas de satélites de familias de sangres mezcladas con humanos, fruto de violaciónes y rapiñas. Son despreciados por todos los orcos. Pero como los orcos saben que los Takitios los desprecian todavía más, los mandan con exigencias y embajadas ofensivas, como recordatorio de lo que podría pasar si las cosas van a mal con ellos, por que son reconocibles ciertos rasgos familiares de los pueblos del imperio antiguo en sus caras bestiales. Además, estas medio tribus sin raíces ni cultura son tan despreciadas y maltratadas por la cultura orca en general, que cuando vienen de embajada se hinchan sin tasa de orgullo bravucón, se emborrachan, lo ensucian todo, son groseros y soeces, maleducados y arrogantes, fuerzan los límites de la educación de las buenas gentes del imperio. Y cuando parece que se les va a dar su merecido, cuando se ve llegar la gota que colma el vaso, se vuelven formales y conciliadores, recordando con malicia su condición sagrada de mensajeros. Sólo para entregar algún estúpido mensaje que no promete nada, que no llega a nada, con el que se sospecha que se limpiarían su asqueroso culo semiorco.

“Aah, que duro, que duro, qué bajo hemos caído.”


“En fin”, piensa “mañana se irán a la capital, y esperemos que sagrado consejo
de Tikal los fulmine de una vez por todas”.

Es un mundo de hombres, por lo menos en la superficie. En la mente de Banuestonio parece formarse una imagen de una ingenuidad muy masculina: los problemas del mundo cargados sobre la mente doliente y esforzada del poderoso sexo. El género macho teniendo que bregar con toda la problemática coyuntural, llena de sutilezas heroicas (su mujer, hábil política, discreta y eficiente, cacharrea en un baúl al fondo de la tienda, sin duda tratando de llamar su atención).

Han llegado nuevos grupos de Dromedauros de Flamaar, dromedarios con cabezas pensantes y pulgares oponibles.
“Mmmmmh, todavía no ha venido a pagarme el señor Abd al Razagg por el derecho a
portar sus mercancías especiales, he de mandar a Porrebruno a controlarlo”.
La mención del sargento “especial” lo llena de aprensión,
“demasiado poder sobre mi, asqueroso hijo de una arpía”
, pero es de los pocos hombres de confianza que posee. Y de los pocos "Hombres" además: en un entorno inhumano como éste le da sensación de seguridad rodearse de congéneres, por muy taimados que le resulten.

“Un pordiosero semiogro, mmm qué curioso ¿Qué mas?... ¡MUJER! ¿DEJARÁS DE METER
RUIDO CON ESAS TETERAS?”
Anamfarda, su mujer, se acerca fría,
“ayer oí que había un grupo de viajeros cerca del roquedal de la mula torda”.
Es seca y delgada como una momia, solamente son húmedos sus ojos negros, sus vestidos de un recatado negro, le piel blanca surcada de venillas azules ahí donde se recorta un pequeño trozo.
“Dos clérigos, parece, un guardaespaldas que rondaba disfrazado de mendigo por
la posada, una hembra de algo que no nos ha parecido muy decente y una asquerosa
mariposilla, creo, pero no estaban seguras mis comadres. Y NO HAN PAGADO PEAJE, GAÑÁN!”

Enternecedora escena familiar, vamos retrocediendo por sobre las calles y plazas que forman las tiendas semi permanentes del oasis hasta llegar a ver la Plaza Real y posada del desierto. Podemos ver cómo llega el chaval a la tienda de Banuestonio, uno de los tres plutarcas, trayendo las noticias del antro de Davieso.

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